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Werther: Textos

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Mensaje  Mauricio Dom Ago 15, 2010 1:05 pm

Werther: Textos 471px-Caspar_David_Friedrich_032

10 de mayo

Semejante a una de esas suaves mañanas de primavera que dilatan mi corazón, priva en mi espíritu una gran serenidad. Estoy solo y gozo y me regocijo de vivir en estos sitios, creados para almas como yo.

Me siento tan feliz, amigo mío, estoy tan absorto en el sentimiento de una plácida vida, que hasta mi talento resiente su efecto. Mi pincel y mi lápiz no podrían trazar hoy la menor línea, dibujar el menor rasgo, y no obstante, jamás me he sentido tan gran pintor como hoy.

Cuando los vapores de mi querido valle suben hasta mí y me rodean, y el sol en la cima lanza sus abrasadores rayos sobre las puntas del bosque oscuro e impenetrable, y tan sólo algún dardo de fuego puede penetrar en el santuario, tendido cerca de la cascada del arroyo, sobre el menudo y espeso césped, descubro otras mil hierbas desconocidas; cuando mi corazón siente más cerca ese numeroso y diminuto mundo que vive y se desliza entre las plantas, ese hormigueo de seres, de gusanos e insectos de especies tan diversas de formas y colores, siento la presencia del todopoderoso que nos creó a su imagen, y el hálito del amor divino que nos sostiene, flotando en un océano de eternas delicias.

¡Oh, amigo! Cuando ante mis ojos aparece lo infinito sintiendo el mundo reposar a mi alrededor, y tengo en mi corazón el cielo, como la imagen de una mujer querida, dando un gran suspiro, exclamo: “¡Ah, si pudieras expresar, estampar con un soplo sobre el papel lo que vive en ti con vida tan poderosa y tan ardiente; si tu obra pudiera reflejar tu alma, como ésta es el espejo de un Dios infinito…”Pero, ¡ay, querido amigo! Me pierdo, me extravío y sucumbo bajo la imponente majestuosidad de esta visión.




16 de Junio

¿Por qué no te escribo? ¡Y puedes preguntarlo, tú, uno de los mayores sabios de la tierra! Debías adivinar que me encuentro bien, muy bien; en un palabra, que he hecho un conocimiento que toca a mi corazón muy de cerca. Tengo… tengo… No sé qué. Contarte por orden y detalladamente cómo he llegado a conocer a una de las criaturas más amables del universo sería tarea apoteósica. Estoy contento y soy dichoso; por ende, soy mal historiógrafo.

¡Un ángel ¡Ay! Todos dicen otro tanto del dueño de su alma. ¿No es verdad? ¡Y sin embargo, como decirte lo perfecta que es, porque lo es. Basta; ella abarca todos mis sentidos, los domina. ¡Tanta ingenuidad unida a tanto ingenio!, ¡tanta bondad con tanta fuerza de carácter! ¡Y la tranquilidad del alma en medio de la vida más agitada!

Todo lo que digo de ella no es más que una plática incoherente, lastimosas abstracciones que no dan a conocer ni un ángulo de su personalidad. Otro día… no, ahora mismo, te lo voy a decir. Si no lo hago ahora, no lo haré nunca; porque debo decir que desde que empecé a escribir, he estado a punto tres veces de tirar la pluma, hacer alistar mi caballo e irme a recorrer el país, aunque me hubiera propuesto esta mañana quedarme aquí. Me asomo a la ventana todo el tiempo para ver si el sol sigue muy alto.

No he podido resistir. He tenido que ir a su casa y ya he regresado, mi querido Guillermo. Cenaré mi manteca mientras te escribo. ¡Qué delicia para mí contemplarla rodeada de sus ocho alegres y traviesos hermanitos!

Si siguiera escribiéndote de este modo, quedarías tan enterado al principio que al final. Pon atención, que voy a violentarme para entrar en detalles.

Ya te escribí en fechas recientes cómo había conocido al mayordomo S*** y cómo me había invitado a ir a verle en su retiro o más bien en su pequeño reino. Hice poco caso de esta invitación y quizá no habría vuelto a recordarlo. Si la casualidad no me muestra el tesoro oculto en su retiro.

Los mozos del pueblo daban un baile campestre y asistí. Ofrecí la mano a una agraciada señorita, amable pero insulsa. Se acordó que yo conduciría a mi pareja y a su prima, en coche, al lugar de la fiesta y que recogeríamos a Carlota S***.

-Va usted a conocer a una mujer muy hermosa -dijo mi pareja al llegar a la soberbia calle o más bien paseo bordado de árboles generosos que conduce a la quinta. Cuidado con enamorarse.

-¿Y por qué? -le pregunté.

-Porque está comprometida con un hombre honrado -contestó-, ausente en este momento arreglando negocios por el deceso de su padre y al mismo tiempo para conseguir un empleo ventajoso. Estos datos, te diré, los oí con total indiferencia.

El sol iba a esconderse detrás de las montañas cuando llegamos a la puerta de entrada. El aire era pesado y difícil era respirar, se veían arremolinarse en el horizonte ingentes y numerosos nubarrones de un color oscuro. Las jóvenes manifestaban sus temores de una tormenta próxima y aun cuando yo mismo estaba convencido de ello y adelantaba que la fiesta fracasaría, traté de calmarlas con mis fingidos conocimientos meteorológicos.

Me bajé del coche y al mismo tiempo se presentó una criada y nos pidió esperar un momento a la señorita Carlota, que iba a bajar enseguida. Atravesé el patio, subí la escalinata que llevaba a la entrada de la linda casa y cuando pasé por el vestíbulo, presencié el espectáculo más encantador que hubiera visto. Seis niños, entre dos y 11 años, estaban agrupados en torno a una joven de estatura media, pero bien formada, cuyo traje era un simple vestido blanco adornado con lazos de color de rosa en marchas y pechera. Tenía un pan casero en la mano y a cada niño le daba un pedazo según su edad y apetito. Los niños levantaban sus manitas y luego de recibir la merienda, los más vivos se fueron con ella muy alegres y los más calmados se dirigieron con prudencia a la puerta para ver a los forasteros y el coche donde debía subir su querida Carlota.

-Pido a usted mil perdones -me dijo-, por haberle dado la molestia de llegar hasta este lugar y por hacer esperar a esas señoras; pero ocupada primero en vestirme y después en arreglar lo que ha de hacerse en casa en mi ausencia, me olvidé de dar de comer a mis pequeños, y no hay quien les haga tomar el pan si yo no lo parto.

Respondí con un trivial cumplido, porque mi alma entera estaba fija en sus labios, absorta de oír el timbre de su voz y de contemplar su gallardía. Corrió a su habitación por los guantes y el abanico, y mientras pude reponerme de mi trastorno. Los niños no se atrevían a acercárseme y me miraban de reojo; fui hacia el más pequeño, que era una criatura preciosa. El chiquillo huyó, pero en ese momento Carlota entró y dijo:

-Luis, ven a dar la mano a tu primo. El muchacho dejó la timidez y obedeció; yo no pude menos que besarle efusivo, a pesar de que su cara estaba llena del dulce de la merienda.

-¡Primo!, repetí yo, mientras estiré la mano a Carlota-. ¿Me considera en verdad digno de la dicha de ser familiar suyo?

-¡Oh! -contestó ella con maliciosa sonrisa-. ¡Tenemos tantos primos! Lo que sentiría es que fuera usted el peor de todos.

Al marchar recomendó a Sofía, la mayor de las hermanitas, de unos 11 años, que tuviera mucho cuidado de los pequeños y que no olvidara dar las buenas noches a su papá cuando volviera a casa; a los niños dijo:

-Ustedes obedezcan a su hermana Sofía como si fuera yo misma.

Algunos prometieron hacerlo, pero una rubita muy viva, de a lo mucho seis años, le dijo con aire de importancia:

-Sofía no es lo mismo que tú, a ti todos te queremos más.

Los dos chicos mayores se habían encaramado al coche y ante mis ruegos, Carlota les permitió que fueran con nosotros hasta el bosque, con tal que prometieran no hacer ninguna travesura.

Poco después de instalarnos en el coche y luego de saludarse las señoras e intercambiar algunas observaciones sobre los trajes, y sobre todo de los sombreros, con su poco de murmuración, inevitable en estos casos, dirigida contra las personas que habríamos de ver, Carlota hizo detener el carro y pidió a los niños que se bajaran; éstos obedecieron en el acto, rogando a Carlota que les diera a besar su mano; el mayor lo hizo con la tierna efusividad de los 15 años y el menor con mucha viveza. Carlota les encargó que dieran mil caricias de su parte a los otros hermanitos. Seguimos nuestro camino.

La primera le preguntó si había acabado de leer el libro que ella le había enviado.

-No -dijo Carlota-, no me gusta y puedes llevártelo; el anterior no era mucho mejor.

Yo quise saber de qué libros se trataba y quedé admirado al conocer que eran las obras de X. Encontraba tan buen juicio en sus apreciaciones, tanto sentido en todo lo que decía; descubría encantos nuevos en todas sus palabras y veía brillar rayos de inteligencia en su cara, que la iluminaban, que poco a poco se llegaba a distinguir en su semblante la alegría que sentía de que la comprendiera.

Cuando era más joven, dijo, nada me gustaba como leer novelas. Dios sabe qué placer me causaba pasar el domingo entero en un rincón solitario, participando de la dicha o de las desgracias de una miss Jenny. No niego que este género no tenga todavía para mí algunos atractivos; pero como en el día son muy escasos los momentos libres que me quedan para coger un libro, es preciso por lo menos que sea de mi agrado. El autor que prefiero es aquel que me pone en contacto con los de mi clase y sabe animar todo lo que me rodea; aquel cuyas historias son tan caras a mi corazón como a mi vida interior, que sin ser un paraíso, es para mí un manantial de inexpresable felicidad.

Hice esfuerzos para ocultar la emoción que me producían sus palabras; pero no mucho tiempo, porque al oírla hablar del Vicario de Wakefield y de X, con precisión y verdad conmovedoras, no me pude contener y me empecé a disertar entusiasta, como transportado y fuera de mí.

Hasta que Carlota se dirigió a sus dos compañeras, me percaté de que estaban ahí, con los ojos abiertos al extremo, pero como si no estuvieran. La prima me miró con aire malicioso y socarrón, pero fingí no verla. Enseguida se habló del placer del baile.

-¿Será un defecto esa pasión? -dijo Carlota-. He de decir que no conozco nada superior al baile. Cuando alguna pena me embarga y quiero mitigarla, me siento al clave, toco una contradanza y de inmediato todo se me pasa.

¡Con avidez miraba sus bellos ojos negros! ¡Con qué ardor contemplaba sus labios rosados, sus frescas mejillas tan animadas, sintiéndome como encantado mientras hablaba! Sumido como en un éxtasis de admiración por lo sublime y exquisito que ella decía, me sucedía con frecuencia no oír las palabras que pronunciaba, ni concentrarme en los términos que utilizaba. ¡Ah! Tú que me conoces entenderás lo que me pasaba. En una palabra, bajé del carruaje como sonámbulo y seguí caminando como un hombre perdido, inmerso en un mar de ensueños, y cuando llegamos a la puerta de la casa donde era la reunión, no sabía dónde me encontraba.

Tan absorta estaba mi imaginación, que no sentí el ruido de la música que oía en la sala de baile, con iluminación brillante. Los dos caballeros, Audrán y un tal N. N. (¿cómo es posible retener en la memoria todos esos nombres?), que eran las parejas de baile de la prima y de Carlota, nos recibieron al bajarnos del coche y se apoderaron de sus damas, yo conduje a la mía a la sala de baile. Se empezó a bailar un minué, en el que entrelazábamos unos con otros; yo saqué a bailar a una señorita, luego a otra y me impacientaba ver que eran justo las más feas las que no podían decidirse a darme la mano para terminar. Carlota y su acompañante empezaron a bailar una contradanza. ¡Qué grande fue mi gozo, como debes imaginar, cuando le tocó venir a hacer figura delante de mí! ¡Verla bailar es admirarla! Su corazón, su alma completa, todo su cuerpo tienen perfecta armonía; son tan libres, tan sueltos sus movimientos, que parece que en esos momentos no ve, ni siente, ni piensa en otra cosa; y se diría que por instantes todo se desvanece y desaparece ante sus ojos.

Yo la comprometí para la segunda contradanza, pero ella me prometió la tercera, al decirme con total confianza que le encantaba bailar las alemanadas.

-Aquí se acostumbra y es moda -me dijo-, que para las alemanadas, cada uno conserve su pareja; pero mi caballero valsea mal y me dispensará, con gusto, si yo le dejo y le excuso de ello. Su pareja está poco al corriente de ese baile y tampoco procura aprenderlo. En cambio, he notado en la contradanza que usted lo hacía muy bien; propongo a mi caballero que le ceda su turno de vals y yo haré la misma solicitud a su pareja.

Yo le di la mano en señal de aceptación del convenio y de inmediato quedó arreglado que su caballero entretendría durante la pieza a mi pareja.

El baile dio inicio; al principio nos entretuvimos en hacer varias figuras con los brazos. ¡Qué gracia, qué soltura en todos sus pasos! Cuando llegó el vals y empezamos a dar vueltas unos alrededor de otros, aunque en un inicio nos explayamos con desahogo, como había pocos bailarines que estuvieran al corriente, se dio una confusión extraordinaria. Nosotros tuvimos la prudencia de dejarlos desenredarse poco a poco y los más torpes abandonaron el lugar; entonces nos adueñamos nosotros del salón y empezamos a bailar con nuevo ardor.

Audrán y su pareja fueron los únicos que siguieron con nosotros. Jamás me había sentido tan ágil, ya no era un hombre. ¡Tener entre sus brazos a la más amable de las criaturas! ¡Volar con ella como torbellino que anuncia la tempestad! ¡Ver pasar todo, eclipsarse todo ante mis ojos y a mi alrededor! ¡Sentir! ¡Oh, amigo mío! Si he de ser franco, diré que entonces hice el juramento de no permitir nunca que una joven que yo amara y sobre la cual tuviera algún derecho, bailare con ningún otro hombre, aunque para impedirlo, corriera el riesgo de perecer. Creo que me comprendes.

Para recuperar el aliento y descansar un poco, dimos algunas vueltas por la sala, paseando, y ella se sentó enseguida. Yo le ofrecí dos naranjas que había reservado, porque ya no había ninguna en el aparador, y fueron recibidas a la perfección en aquel calor; yo estaba enajenado, pero una indiscreta vecina que se encontraba al lado de Carlota, me daba una puñalada al corazón cada vez que aceptaba un gajo de naranja que se le ofrecía.

En la tercera contradanza inglesa formábamos la segunda pareja. Al recorrer toda la columna, Dios sabe con qué delirio seguía yo sus pasos, cómo me embriagaba con sus ojos negros, en los que veía brillar el placer en su pureza completa. Nos tocó hacer figura delante de una mujer que sin ser muy joven, me había llamado la atención por su grata fisonomía; esta mujer miró a Carlota, sonriendo y amenazándola con un dedo pronunció dos veces, al pasar, el nombre de Alberto con un tono significativo.

-¿Quién es Alberto -le dije a Carlota-, si no es indiscreción preguntar?

Iba a contestar, pero nos tuvimos que separar para formar la gran cadena de ocho y me pareció ver ensombrecida su frente cuando volví a pasar frente a ella.

-¿Por qué se lo iba a ocultar? -me dijo al darme la mano para el paseo-. Alberto es un hombre honrado con quien estoy comprometida.

Ésta no era noticia para mí, pues sus amigas me lo habían advertido durante el camino: pero ahora, después de que habían bastado algunos instantes para tomarle tanto cariño y aprecio, estas palabras me perturbaron como si hubiera recibido un golpe inesperado. Esta noticia me trastornó por completo y su recuerdo me dejo atontado y en términos que ni sabía lo que hacía, ni dónde estaba, y este olvido de mí mismo fue tan grande que no supe ni puede hacer a tiempo la figura que seguía, y de tal modo confundí el baile, por lo que fue necesario que con toda su presencia de espíritu, Carlota me tomara de la mano, como a un niño, y me sacara de aquel caos, para poder restablecer el orden.

Los relámpagos que brillaban en el horizonte y que yo calificaba de simples exhalaciones de calor, empezaron a ser cada vez más frecuentes y el estampido del trueno llegó a esconder los acordes de la orquesta. Tres señoritas dejaron en el acto de bailar y sus parejas las siguieron. Se generalizó la desbandada y enmudeció la música. Cuando una desgracia nos sorprende en medio del placer, parece natural que suframos una impresión más viva que cuando se produce en otras condiciones, bien porque el contraste se deje de sentir con mayor viveza o porque nuestra impresionabilidad sea mayor. A una de estas razones debo atribuir las singulares actitudes que noté en algunas señoras. Una de ellas se metió en un rincón, de espalda a la ventana, y cubrió sus oídos. Otra se arrodilló delante de la primera y oculta la cabeza entre las piernas de ella. Una tercera se acercó y las estrechó en sus brazos derramando un copioso torrente de lágrimas.

Algunas querían volver a casa; otras, todavía más fuera de control, ni siquiera conservaban la entereza para rechazar las travesuras de nuestros perillanes, muy solícitos y presurosos en robar de los labios de las bellas atemorizadas, los fervientes ruegos que dirigían al cielo.

Parte de los hombres habían salido de la sala de baile y bajado al patio para fumar sus pipas con tranquilidad. El resto de la concurrencia siguió a la dueña de la casa que tuvo la gran idea de hacernos pasar a otra sala cerrada con contraventanas y cortinas. Apenas llegamos ahí, Carlota hizo un círculo con las sillas, tocó a todos sentarse y propuso un juego de prendas. Al oír esta proposición vi a muchos fruncir alegremente los labios con esperanza, sin duda, de conseguir un beso para desempeñar la prenda.

Cuando todos se sentaron:

-Vamos a jugar -dijo-, el juego de la Cuenta. Escuchen y pongan atención. Yo daré vueltas en el círculo de derecha a izquierda y mientras ustedes contarán; cada uno tiene que decir el número correspondiente y todas estas cifras deben sucederse como un fuego graneado: el que se pare o se equivoque recibirá una cachetada; y así debemos contar hasta mil.

¡Oh, qué hermosa lucía en aquellos momentos! Empezó a dar vueltas con los brazos estirados, contando el primero uno; dos, el siguiente; tres, el tercero, y así sucesivamente. Poco a poco la joven aceleró el paso. Uno se equivocó y ¡pum!, recibió una cachetada; el siguiente se rió y perdió la cuenta, y para este momento Carlota iba más aprisa. A mí me tocaron dos bofetones y creí notar con honda satisfacción que fueron más fuertes que las de mis compañeros. La risa y algarabía general terminaron el juego, antes de que alcanzáramos el mil. Algunas parejas formaron grupos separados; había pasado ya la tormenta y acompañé a Carlota a la sala donde habíamos bailado.

En el camino me dijo:

-Los golpes les han hecho olvidar la tormenta y todo lo demás.

No atiné a responder.

-Yo era una de las más medrosas, pero haciéndome la valiente para animar a las demás, he logrado en verdad no tener miedo.

Enseguida nos asomamos a la ventana. Aún se oía a lo lejos el rugido del trueno; la lluvia refrescante caía con un murmullo y los más deliciosos aromas llegaban a nosotros; un aire puro y fresco nos traía los balsámicos perfumes que se desprendían de todas la plantas. Recargada en su codo, con aspecto pensativo, sus miradas recorrían toda la campiña; fijó sus ojos en el cielo, luego en mí y noté en ese momento anegados sus ojos de lágrimas; puso su mano en la mía y dijo:

-¡Klopstock!

Recordé la magnífica oda a que se refería (aquélla en la que el poeta celebra la belleza de la naturaleza después de una tempestad) y el nombre de Klopstock me produjo gran cantidad de impetuosas sensaciones, a las que me abandoné con toda mi alma. No pude resistir los impulsos de mi corazón; estaba conmovido en lo más hondo; lloraba de felicidad e inclinándome hacia Carlota, besé sus manos y luego levanté la mirada en busca de los suyos.

¡Klopstock, noble poeta! ¡Genio sublime! ¿Por qué no has podido ver tu apoteosis en estas miradas? Ojalá no oyera a nadie profanar ya tu augusto nombre!

¿Adónde llegaba con mi relación? Te aseguro que yo lo ignoro; todo lo que sé y lo que recuerdo es que cuando me fui a dormir eran las dos de la mañana. ¡Ah! Si hubiera estado junto a ella, en lugar de escribir, te habría hablado quizá hasta la mañana.

No te he contado aún lo que me sucedió cuando regresamos del baile y hoy no tengo tiempo para hacerte una relación detallada. El sol salía con toda su majestad e iluminaba el bosque. Se veían brillar en las extremidades de la ramas y en las hojas de los árboles las gotas de la lluvia o del rocío, y el verdor de los campos era más fresco y vivo. Nuestras dos acompañantes dormían y ella me preguntó si no haría lo mismo.

-Si tiene sueño -me dijo-, no gaste cumplidos.

-¿Dormir, dormir yo mientras vea esos ojos abiertos? -le respondí con mi mirada fija en la suya. Me sería imposible cerrarlos.

Y en efecto ambos seguimos despiertos hasta llegar a su puerta. Una criada la abrió sin ruido y después de interrogarla, le respondió que sus padres y los niños dormían profundamente. Yo me separé de ella tras haberle pedido permiso para visitarla aquel mismo día; ella aceptó y estoy de regreso.

Desde entonces el sol, la luna y las estrellas pueden salir y ocultarse cuando y como quieran, yo no sé ya cuándo es de día ni cuándo es de noche, cuándo hace sol o cuándo hace luna; para mí ha desaparecido el universo en su totalidad.

Mauricio
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